Comentario
INTRODUCCIÓN
Cuando los egipcios dejaron de escribir sus jeroglíficos empezaron los mayas a labrar en la piedra los suyos. De igual modo que Justiniano cerró al fin el templo de Isis en la isla de Filae, convirtiendo el edificio en una iglesia, mil años después los españoles que invadieron Yucatán transformaron los santuarios indígenas en lugares apropiados para el culto cristiano. Y así como la lengua de los faraones perduró evolucionada en el copto, que se escribía por medio del alfabeto griego, el maya tradicional aprovechó el alfabeto castellano para expresarse gráficamente, olvidando los signos proscritos de la antigüedad. Sacerdotes piadosos, herederos y guardianes de una liturgia milenaria, de mitos y fórmulas rituales, que estaban perdiendo con celeridad el sentido originario, trasladaron su sabiduría a las nuevas escrituras, tal vez con la vana ilusión de conservar para la posteridad un mundo de creencias que había probado su virtud a lo largo de los siglos, sustentador de la civilización más brillante de la América precolombina y fuente de legitimidad para el orden social de los pueblos del Mayab.
Hasta aquí las comparaciones, que permiten no tanto generalizar cuanto elevar el grado de abstracción con que se percibe la singular cadena de los acontecimientos. Las ideas, aun en decadencia, tienden a refugiarse y pervivir bajo los distintos ropajes que imponen los dominadores o que marcan el transcurso del tiempo y los procesos de cambio cultural. A medida que los navíos de los conquistadores atracaban en las bahías y ensenadas de la cálida península de Yucatán, y desde que los ejércitos forasteros pisaron soberbios los viejos caminos de la selva, los ancianos de las aldeas y los oficiantes de los centros ceremoniales sintieron la amenaza; solemnes y melancólicas profecías, que el lector tendrá ocasión de conocer más adelante, anunciaron a todos los rumbos la terminación de los tiempos nativos, el aplastamiento de las instituciones ancestrales y la persecución a que iban a ser sometidas la religión y la moral de los constructores de pirámides.
En ese mismo instante la comunidad de los vencidos inició una resistencia, que ha probado después ampliamente su eficacia; los relatos sobre el origen de las naciones mayas corrieron de boca en boca y se grabaron de manera indeleble en la mente de los jóvenes, los hombres principales se reunieron subrepticiamente para afirmar la verdad de sus costumbres seculares, los que no perecieron por la espada o por las extrañas enfermedades que transmitían los europeos fueron conscientes de que su única posibilidad de supervivencia estaba en la conservación del pensamiento tradicional, en seguir viendo el universo que les rodeaba como lo habían hecho sus antepasados, y todos los habitantes del extenso territorio comprendido entre la isla de Cozumel y las montañas de Chiapas, entre el golfo de México y el de Honduras, hallaron al unísono el procedimiento idóneo: ocultaron en los pliegues de los nuevos hábitos impuestos, en los resquicios de las leyes ajenas y en las ambigüedades de las ideas cristianas su propia forma de ser y de sentir.
Con tanta presteza desarrollaron esos mecanismos de defensa, y con tanta habilidad sortearon la suspicacia de cerriles encomenderos y clérigos fanáticos, que hoy todavía permanece viva y activa una gran parte de la mentalidad maya de raíz prehispánica. Detrás de las cofradías y hermandades, agazapadas en la organización de las autoridades comunales, veladas por las celebraciones sacras de un catolicismo barroco y exultante, encarnadas en las mismas imágenes de los santos o en las siluetas elementales de las cruces que jalonan cerros y senderos, están las jerarquías, las asambleas, los ritos y los dioses que los mayas han conocido y venerado desde siempre, producto de su particular e irreductible experiencia vital a través de dos milenios de historia civilizada, y de un remoto acuerdo colectivo que estuvo en la génesis de su grandeza, cuando los reyes divinos gobernaban despóticamente desde espléndidas ciudades como Tikal o Copán, y cuando miles de seres humanos erigían templos colosales a la memoria de los demiurgos cósmicos.
La saña y contundencia con que los dominadores trataban de erradicar el llamado paganismo de los indios no sólo tuvo consecuencias en el capítulo de la variedad y riqueza de los disfraces con que se cubrieron las viejas prácticas, sino que determinaron la paulatina pérdida de razón de creencias, fórmulas y ceremonias. Es decir, los mayas dieron lógica preferencia al mantenimiento del signo en sí frente a sus naturales funciones en contextos culturales que habían desaparecido o tenían muy mermados sus caracteres primigenios, el significante se convirtió en reforzada seña de identidad mientras que el significado se adaptaba a las condiciones de un comportamiento mestizo de apariencia occidental; por ejemplo, el copal o pom, la resina sagrada que se quema en braseros especiales durante los actos religiosos, siguió consumiéndose ante los santuarios y altares católicos, y muchas plegarias, para conjurar a los vientos o hacer huir a los espíritus malignos del bosque, fueron pronunciadas en la misa o quizá, con ligeros retoques, mientras el misionero bendecía casas o cosechas. A veces un franciscano curioso interpelaba a sus feligreses sobre las palabras de una de esas invocaciones, o les urgía a declarar los motivos del uso de ciertos objetos en sus actividades idólatras, y raramente obtenía otra cosa que evasivas, o bien respuestas que eran solamente sutiles exposiciones de lo que el encuestador deseaba de antemano escuchar según sus personales prejuicios, un fenómeno bien conocido por los antropólogos modernos que trabajan con informantes hartos de tanto estúpido interrogatorio, pero que entre los mayas del período colonial obedecía también a ignorancia de los indígenas y a que los elementos de una ceremonia o los atributos de un escenario religioso encontraban su justificación en sí mismos, eran costumbre, lo que transmitían los labriegos de padres a hijos, lo que hacía diferentes a los indios de los españoles.
Uno de los lugares donde se refugió la cultura tradicional fue la literatura de corte europeo. Pequeñas piezas teatrales, farsas, canciones, narraciones legendarias de estilo bíblico, y hasta almanaques de los que se habían puesto de moda en el Viejo Mundo al finalizar el medievo. La difusión de tales composiciones en el ámbito nativo no dejaba de levantar sospechas entre los frailes, pero bien fuera por el marcado tono superficial de mero pasatiempo o por los canales semiclandestinos por los que circulaban, soportaron con bastante fortuna las acechanzas de los voraces inquisidores y sirvieron de vehículo de comunicación y de identificación social para las gentes monolingües, y de recipiente en que se depositaron multitud de ideas antañonas, confusos recuerdos históricos, relatos sagrados y toda clase de anotaciones acerca del pasado y de la penosa situación por la que atravesaba la cultura autóctona. Algunos mayas aprendieron en seguida a valerse de los caracteres gráficos españoles para reproducir en el papel los sonidos de su lengua, con lo cual podían prescindir de la antigua escritura jeroglífica, que era calificada oficialmente de instrumento del diablo, y aprovechar a la vez las ventajas de un sistema mucho más sencillo y económico, cuyo empleo y lectura era fácil y de rápida enseñanza.
Es seguro que desde la segunda mitad del siglo XVI, cuando algunos indígenas dispusieron de papel y se encontraron bien familiarizados con la escritura europea, se empezaron a recopilar en distintos poblados yucatecos una suerte de tratados misceláneos, que contenían noticias históricas, apuntes médicos, tradiciones religiosas, observaciones astronómicas y otros materiales afines. Estos manuscritos pasaron de generación en generación, guardados con esmero y ampliados permanentemente con nuevos pensamientos y sucesos. Su aspecto general no distaba mucho de los reportorios de la época, que los colonizadores habían llevado consigo desde Europa o habían recibido una vez instalados en la rutina de las explotaciones rurales o de la vida ciudadana. Como hemos dicho antes, los mayas, desprovistos de las largas tiras de corteza donde habían dibujado ideas y acciones de la liturgia prehispánica y sus remotos anales, aprovecharon con toda probabilidad el modelo de los almanaques cristianos para reproducir las dispersas señas de identidad, aunque junto a transcripciones quizá literales de los textos jeroglíficos fueran mezclados en sorprendente turbamulta los nombres sacrosantos del catolicismo, párrafos inspirados en la Biblia, conocimientos prácticos de neto corte renacentista, cronologías de aquí y de allá, y otras variadas reflexiones sincréticas cuya impenetrable oscuridad tanto puede deberse a las remotas raíces mayas como a la peculiar manera que tuvieron los indios de comprender la doctrina que les impartían sus dominadores.